ANTE EL 12 DE OCTUBRE

Hay efemérides que nos mueven a dirigir una mirada hacia la espesura de nuestra historia; en ella encontramos nuestros verdaderos valores. El 12 de Octubre es una de esas fechas, se diga lo que se diga sin razón contra ella, de nuestro más legítimo orgullo. No se piense por esto que cuantos compartimos este sentimiento somos de carácter conservador y tradicionalista, sino por el contrario amantes del conocimiento del pasado. Los tradicionalistas más que amar el pasado pretenden hacerlo presente. Amar el pasado es simplemente congratularse de que haya sucedido. Su relato es el camino más corto al íntimo fondo de una realidad apasionante. En más de una ocasión he afirmado, y me reitero, que de cuantas empresas ha acometido España en los siglos pasados, la epopeya americana es la principal porque dio vida –cuerpo y espíritu- a una comunidad de pueblos libres, a veinticinco naciones independientes, si excluimos los estados de norteamericanos que siente el orgullo de su origen hispano. Todos hermanados por una misma lengua, cultura, mentalidad, tradiciones y creencias. Sin duda un privilegio que no tiene paralelismo en la historia. Pero hay más, y es que en este proceso, que a la gran mayoría de españoles nos enorgullece, América fue el gran crisol de las Españas, porque en ella se fundieron andaluces, extremeños, castellanos, aragoneses, gallegos, valencianos, asturianos, catalanes y vascos; a su vez todos ellos unieron su sangre con las razas indígenas con lo que se acabó de consolidar en el Nuevo Mundo un fecundo mestizaje, fiel reflejo de una actitud ante la vida. Hoy tenemos suficiente perspectiva para enfocar con objetividad la empresa de España en América, sin triunfalismos ni derrotismos hipercríticos. Aquella aventura, precisamente por su inmensidad, tuvo sus aciertos y errores, como toda obra humana, pero con realidades tan positivas como el reconocimiento de la libertad del indígena y las fórmulas de convivencia. En cuanto a los errores, fueron resultado de las mentalidades y costumbres de una época en que las luces del Renacimiento no conseguían superar lo mucho de barbarie que permanecía en el espíritu humano, y que persevera aún en los tiempos actuales. La obra de España en América admite una doble valoración: como empresa heroica, más propia de titanes que de hombres y por la formidable acción civilizadora inspirada en razones altruistas dignas del mayor reconocimiento. El momento heroico lo escribieron descubridores, exploradores y conquistadores cuyas acciones además de sorprendernos por su intrepidez e ingenio nos abruman por las dimensiones colosales del escenario en el que la triple hazaña se desarrolló. Fue un esfuerzo nítidamente hispánico, incluido el descubrimiento, a pesar de la eterna polémica del origen de Colón, que acudió a los Reyes Católicos por el desarrollo náutico alcanzado por Castilla, y otras razones. Los marinos de la baja Andalucía y cántabros surcaban el Atlántico hasta alcanzar las Canarias, las costas del Sahara y Guinea. La hazaña de 1492, que ensanchó el horizonte del mundo a sus máxima extensión es española en todo: el respaldo estatal fruto de la visión de una reyes excepcionales, la financiación, la ciencia y la experiencia marinera, los navíos, los tripulantes… La exploración del Nuevo Mundo sobrecoge por la dimensión colosal de los actores, auténticos héroes homéricos; su exploración y la de los grandes Océanos no han sido suficientemente valoradas. Ante esta empresa el mismo descubrimiento palidece, y evidencia hasta qué punto los historiadores son caprichosos a la hora de exaltar y ponderar las gestas que estudian. Si contrastamos la inmensidad del Nuevo Mundo con la pequeña España resulta difícil de comprender cómo un puñado de sus hombres en no más de un cuarto de siglo recorrió las más abruptas, inhóspitas y extensas regiones y surcaron inmensos océanos, hasta conseguir la redondez de la tierra. Desde el Cañón del Colorado hasta la Patagonia, desde la Amazonía hasta las cumbres de los Andes, tres océanos y numerosos mares interiores; tales expediciones nos asombran ante los trabajos de Cortés, Pinzón, Ojeda, Nicuesa, Balboa, Ponce de León, Elcano, Alvar Núñez, Hernando de Soto, Orellana, Martínez de Irala…, no parecen humanos sino seres mitológicos dotados de fuerzas sobrenaturales. Muchos de estos capitanes que pasan por conquistadores fueron auténticos exploradores y colonizadores. La acción de España en el Nuevo Mundo fue profundamente civilizadora, ajustada a cuatro postulados: libertad del indio, mestizaje, equiparación administrativa y transculturización. La libertad del indio proclamada por Isabel la Católica en 1500 es nuestro primer y legítimo orgullo, y para entender la trascendencia de su decisión sin parangón en su tiempo, recordemos que en el siglo XV la esclavitud estaba legalmente reconocida, y los abusos, que se produjeron, fueron combatidos por los mismos españoles entre los que destacó el padre Las Casas, por el contrario no hubo figura semejante ni leyes parecidas en las colonizaciones inglesa y francesa. Mientras, aquí algunos aplauden las voces que denigran la obra de España en América, fruto de nuestra insólita tendencia autodestructiva.

ANTE EL 12 DE OCTUBRE

Hay efemérides que nos mueven a dirigir una mirada hacia la espesura de nuestra historia; en ella encontramos nuestros verdaderos valores. El 12 de Octubre es una de esas fechas, se diga lo que se diga sin razón contra ella, de nuestro más legítimo orgullo. No se piense por esto que cuantos compartimos este sentimiento somos de carácter conservador y tradicionalista, sino por el contrario amantes del conocimiento del pasado. Los tradicionalistas más que amar el pasado pretenden hacerlo presente. Amar el pasado es simplemente congratularse de que haya sucedido. Su relato es el camino más corto al íntimo fondo de una realidad apasionante. En más de una ocasión he afirmado, y me reitero, que de cuantas empresas ha acometido España en los siglos pasados, la epopeya americana es la principal porque dio vida –cuerpo y espíritu- a una comunidad de pueblos libres, a veinticinco naciones independientes, si excluimos los estados de norteamericanos que siente el orgullo de su origen hispano. Todos hermanados por una misma lengua, cultura, mentalidad, tradiciones y creencias. Sin duda un privilegio que no tiene paralelismo en la historia. Pero hay más, y es que en este proceso, que a la gran mayoría de españoles nos enorgullece, América fue el gran crisol de las Españas, porque en ella se fundieron andaluces, extremeños, castellanos, aragoneses, gallegos, valencianos, asturianos, catalanes y vascos; a su vez todos ellos unieron su sangre con las razas indígenas con lo que se acabó de consolidar en el Nuevo Mundo un fecundo mestizaje, fiel reflejo de una actitud ante la vida. Hoy tenemos suficiente perspectiva para enfocar con objetividad la empresa de España en América, sin triunfalismos ni derrotismos hipercríticos. Aquella aventura, precisamente por su inmensidad, tuvo sus aciertos y errores, como toda obra humana, pero con realidades tan positivas como el reconocimiento de la libertad del indígena y las fórmulas de convivencia. En cuanto a los errores, fueron resultado de las mentalidades y costumbres de una época en que las luces del Renacimiento no conseguían superar lo mucho de barbarie que permanecía en el espíritu humano, y que persevera aún en los tiempos actuales. La obra de España en América admite una doble valoración: como empresa heroica, más propia de titanes que de hombres y por la formidable acción civilizadora inspirada en razones altruistas dignas del mayor reconocimiento. El momento heroico lo escribieron descubridores, exploradores y conquistadores cuyas acciones además de sorprendernos por su intrepidez e ingenio nos abruman por las dimensiones colosales del escenario en el que la triple hazaña se desarrolló. Fue un esfuerzo nítidamente hispánico, incluido el descubrimiento, a pesar de la eterna polémica del origen de Colón, que acudió a los Reyes Católicos por el desarrollo náutico alcanzado por Castilla, y otras razones. Los marinos de la baja Andalucía y cántabros surcaban el Atlántico hasta alcanzar las Canarias, las costas del Sahara y Guinea. La hazaña de 1492, que ensanchó el horizonte del mundo a sus máxima extensión es española en todo: el respaldo estatal fruto de la visión de una reyes excepcionales, la financiación, la ciencia y la experiencia marinera, los navíos, los tripulantes… La exploración del Nuevo Mundo sobrecoge por la dimensión colosal de los actores, auténticos héroes homéricos; su exploración y la de los grandes Océanos no han sido suficientemente valoradas. Ante esta empresa el mismo descubrimiento palidece, y evidencia hasta qué punto los historiadores son caprichosos a la hora de exaltar y ponderar las gestas que estudian. Si contrastamos la inmensidad del Nuevo Mundo con la pequeña España resulta difícil de comprender cómo un puñado de sus hombres en no más de un cuarto de siglo recorrió las más abruptas, inhóspitas y extensas regiones y surcaron inmensos océanos, hasta conseguir la redondez de la tierra. Desde el Cañón del Colorado hasta la Patagonia, desde la Amazonía hasta las cumbres de los Andes, tres océanos y numerosos mares interiores; tales expediciones nos asombran ante los trabajos de Cortés, Pinzón, Ojeda, Nicuesa, Balboa, Ponce de León, Elcano, Alvar Núñez, Hernando de Soto, Orellana, Martínez de Irala…, no parecen humanos sino seres mitológicos dotados de fuerzas sobrenaturales. Muchos de estos capitanes que pasan por conquistadores fueron auténticos exploradores y colonizadores. La acción de España en el Nuevo Mundo fue profundamente civilizadora, ajustada a cuatro postulados: libertad del indio, mestizaje, equiparación administrativa y transculturización. La libertad del indio proclamada por Isabel la Católica en 1500 es nuestro primer y legítimo orgullo, y para entender la trascendencia de su decisión sin parangón en su tiempo, recordemos que en el siglo XV la esclavitud estaba legalmente reconocida, y los abusos, que se produjeron, fueron combatidos por los mismos españoles entre los que destacó el padre Las Casas, por el contrario no hubo figura semejante ni leyes parecidas en las colonizaciones inglesa y francesa. Mientras, aquí algunos aplauden las voces que denigran la obra de España en América, fruto de nuestra insólita tendencia autodestructiva.

"LA ESPAÑA ETERNA"

En estos momentos de preocupación por la situación que atraviesa España, lejos de mi la tentación relatar las contradicciones entre promesas y realidades, porque el sentido de Estado aboca a superar el contraste entre el deber ser y lo que ocurre en la práctica política del día a día. Sí, ciertamente hay algo de canovismo en lo que afirmo pero es que en España los saltos en el vacío, aquella España a la que Ortega definía como nación de “arrancadas de caballo y paradas de burro, que con sus continuos partir de cero le han pasado dramáticas facturas. Prescindiendo de las declaraciones y mítines, planteados como novenas laicas dirigidas a los ya convencidos, como simple ciudadano preocupado por el momento presente plantearía a la sociedad que a la hora de votar analizara en los programas y debates las propuestas de los candidatos. En mi opinión hay cuestiones urgentes que abordar y que sin pudor alguno aplaudiría a rabiar. Pero considero que ante todo es inaplazable la tarea de españolizar España, que espléndidamente argumenta el catedrático de Derecho Constitucional, Dr. Manuel Ramírez. No es desde luego una frase más o menos bonita. Es preciso y urgente retomar, divulgar y valorar el sentido de “patria común” en el mismo sentido que lo hace la Constitución de 1978, que con sus buenas disposiciones, y otras perfectibles, hemos heredado los españoles como legado histórico. Ello supone efectivamente la defensa de un sentimiento nacional, que a diferencia de los nacionalismos no es excluyente sino universalista e integrador de todo lo que el gran historiador José Antonio Maravall denomina “lo común”. Un sentimiento del que hay que sentirse orgullosos y que aflora en sus símbolos que por eso los disgregadores atacan con verdadera inquina. Es la admiración que sentimos ante naciones como los EE.UU, a pesar de su federalismo, o Francia que vibra ante su Marsellesa, asumiendo su pasado y no avergonzándose ni de Napoleón ni de De Gaulle. Con no poca frecuencia se acusa a la derecha de monopolizar el concepto de España y de lo español pero como consecuencia del repliegue que en este tema ha hecho la izquierda empeñada en emplear el término Estado por el de España, o el de “plurinacional”, que es un grave error conceptual, o el de estructura “asimétrica” que oculta un profundo sentido antisolidario. El camino que transitamos es peligroso y no sabemos cuál puede ser el final disgregador si no se ataja pronto con decisión y sacrificio. La izquierda tiene que recuperar el sentido nacional sincero de aquella “España eterna” a la que se refirió Azaña precisamente en Barcelona cuando, con la derrota inminente, pedía a las futuras generaciones paz, piedad y perdón. Aquella España que añoraba el exilio y que llevaba a Prieto a los aeropuertos mejicanos a ver llegar a los españoles. La que siempre estuvo en la nostalgia de los exiliados que nunca olvidaron “nuestras cosas”. Ciertamente hemos llegado a un punto que no hace fácil la solución de un problema que está mostrándonos en toda su crudeza su gravedad. Harán falta estudios y generosidad por todas partes; el primer esfuerzo comprender que el hecho “diferencial”, cierto o inventado, no da derecho a nada y que sentirse español, como alemán o francés, es sobre todo el gran proyecto y la gran conquista que hay que emprender desde ahora mismo, sin más dilación, sin más concesiones que ya estamos viendo en la hora presente para lo poco que han servido. Emilio Atienza Rivero

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